Cuentos de la calle.
Esteban Hernández Ortiz
Érase un grupo
de jóvenes bohemios y jugadores de naipe que además gustaban de llevar
serenatas y tomar unos tragos de seguido en seguido. No sé si se trate de mitos
o realidades que se viven al son de las parrandas, pero un día muy a temprana
hora, cuando los rayos del astro rey empezaban a alumbrar, aquellos chavalos
estaban sentados en la banqueta en que acostumbraban platicar sus hazañas a
todo el que fuese gustoso de oír sus tropelías y relataban una de sus más
fuertes experiencias callejeras.
Platicaban que algunas
horas antes, a eso de las dos de la mañana, cuando apenas habían dejado de
juagar albures y conquianes en casa de don Margarito, justo al ir caminando
cada quien, hacia su casa, de la tortillería hacia abajo, con rumbo hacia uno
de los ríos que cruzan por el pueblo, una señora alta de estatura, vestida de blanco
y de pelo bastante crecido, tanto que casi tocaba el ras del suelo, camina en
dirección opuesta a ellos, del río hacia el zócalo. Los chavos platicaban,
todavía con tartamudeos y con la piel eriza, la forma en que vivieron aquellos
segundos de miedo y de terror.
Decían que uno
de ellos, agarró valor quién sabe de dónde, y dirigió la voz a la señora de
blanco, saludándola y exclamando: “Buenas noches señora, ¿que hace a esta hora
por la calle, hacia dónde va? Juraban y perjuraban que la señora no hablaba y
seguía caminando a paso lento y marcado y sin prisa alguna. Fue entonces que a los
chavos les entró más el miedo y sin decir otra palabra más se echaron a correr velozmente
cada quien a como pudo. Uno de ellos le hablaba a su abuelita y tocaba la
puerta desesperadamente hasta que uno de los más jóvenes que vivían en la casa
se levantó y abrió la puerta para que “el sereno” -así apodado- entrara a la
casa y sintiera algo de alivió.
Otro, que era
chaparrito, muy conocido como “la rocola” también salió echo la mocha y al
aventarse sobre un cercado que ya estaba más caído que dé pie, se llevó la tranca
con los tacones de sus pesadas botas que siempre acostumbraba calzar y al mismo
tiempo que “la rocola” cayó al suelo, también cayó la cerca con todo y tranca,
cuando al unísono ya se soltaba un ladrerío de perros que despertó a más de uno
de los habitantes de esa colonia.
Era la plática
que prevalecía, por donde quiera que uno iba o venía, ya fuera por la plaza, el
mercado o en la calle.
Por varias
semanas ya no se reunían para jugar barajas en casa de don Margarito y cuando
al paso de un mes ya no pudieron contener más su vicio, nuevamente fueron a
jugar pero por unanimidad acordaron no volver a jugar naipes después de las
siete de la noche, al no ser que se tratara de una velación, pues en aquel
pueblo como en todos los demás, había personas que fallecían ya fuera por
enfermedad o por que algún malvado con pistola en mano se decidió a quitarle la
vida a un coterráneo.
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