Montañas de la Sierra Madre del Sur
Esteban Hernández Ortiz.
En aquel pueblo había una camioneta
de servicio público que los días martes y jueves salía a las tres de la
madrugada con destino a un poblado de lo más alto de la serranía que se llama
Vista Hermosa. Sonaba el claxon de la camioneta tres veces, pero la tercera era
la vencida y entonces, el vehículo emprendía su partida con destino a Vista
Hermosa. Cuando eran las nueve de la mañana empezaban a gritar al chofer: “bajan”.
Ya el conductor de la Chevrolet sabía más o menos donde bajarían los pasajeros,
para ocultarse en los espesos montes, que silenciosos aguardaban a que aquellos
hombres se internaran en semiocultos caminos que precavidamente no querían remarcar
con el pisar de sus huaraches o botas marca crucero
de color amarillo.
Muchos hombres viajaban en esa
camioneta de redilas, doble rodada, marca Chevrolet, llevaban comestible en morralas, costalillas,
costales o cartones; entre los productos iban arroz, atunes, sardinas, aceite
de guisar, chiles en vinagre, mayonesa, queso seco, frijol y azúcar. También
llevaban galletas, ya fueran galletas
animalitos, mexicanas u ovaladas, las cuales combinaban en un desayuno
campirano con café o té de toronjil, un arbusto que por aquellas latitudes de
la sierra abundaban. Con enorme cuidado también llevaban casilleros de huevos y
no podía faltar la minsa para hacer
tortillas durante ese lapso de días en que aquellos hombres permanecerían
ocultos en la sierra con ansias de que sus sembradíos dieran buena cosecha.
Desde una de las cúspides más
elevadas de la Sierra Madre del Sur, muchos de aquellos hombres podían
disfrutar por las noches las iluminaciones de los pueblos de la costa; también
podían escuchar los ladridos de los caninos que había en los pueblos adyacentes
al cerro de Venado Cola Blanca.
La radio podía escucharse con buena
frecuencia y sintonía. Llegada la noche, los campesinos hacían su fogata y
calentaban sus alimentos, también se bañaban, pues esas tierras fueron muy
bendecidas por Dios y el agua era uno de los recursos que sobraban, aunque ya
desde principios del siglo XX varias compañías madereras se habían coludido con
los gobiernos corruptos que permitían sin mayores requisitos la explotación a
diestra y siniestra de los recursos maderables. “Fue en un pueblo con mar una
noche después de un concierto…” cantaba la radio, mientras se disponían a
sacudir sus tendidos y camas rudimentarias que habían acondicionado con varas y
un petate. La radio seguía complaciendo: “y nos dieron las diez y las once, las
doce, la una, las dos y las tres, y desnudos al anochecer nos encontró la luna…”.
Varios de los agricultores eran
jóvenes que vivían a la vez sus primeros enamoramientos y andaban caídos de las dos alas, así que cuando
escuchaban al grupo Liberación y sus canciones como ese loco soy yo se llenaban de nostalgia en aquellos sitios tan
llenos de tranquilidad, donde las ramas de los pinos se mecían con la suavidad
del viento. Luego, la radio transmitía canciones del grupo “La Industria del
amor” y quien se sentía mal correspondido hasta sentía escurrir en sus rostro
las de cocodrilo, sobre todo cuando aparecía la canción tú con él y si lo hubiera
sabido. Corría el año de 1992 y del grupo Ladrón estaban en su apogeo
canciones como Mi Castigo y Amor
en llamas. Uno de los mejores éxitos del grupo Brindys era Te juro que te amo. Otros grupasos que
las ondas hertzianas de la radio podían llevar hasta aquellas montañas eran Los Temerarios y Los Caminantes, puras
canciones de amor, que los chavos que se alzaban a trabajar en el monte podían
escuchar por las noches, pues durante el día tenían que trabajar de sol a sol.
Gracias al descubrimiento del físico
alemán Heinrich Hertz, aquel gran descubridor que sólo vivió 36 años, de 1857 a
1894, los hombres de estas montañas surianas, unos jóvenes y otros no tan
jóvenes, podían disfrutar en las gélidas montañas en la temporada invernal, que
por estas partes del mundo es entre el 21 de diciembre y el 21 de marzo, pero
que en el hemisferio sur, donde se encuentra Argentina y Chile, entre otras
naciones, es entre el 21 de junio y el 21 de septiembre. En esta estación del
año los días resultan ser más pequeños y las noches más grandes[1].
Así transcurrían los días en aquellos
años en que muchos hombres dedicaron varios años de su juventud a buscar un
mejor patrimonio para sus familias, pero siempre tenían que cuidarse bastante
de que no fueran a ir a parar a prisión si acaso otros hombres con fusil en
mano los apresaran. Cuando esto sucedía a algunos campesinos les daban su "calentada" y
los hacían cargar en sus espaldas un pesado radio de transmisión que los
uniformados utilizaban para estar en constante comunicación con sus superiores;
otras veces el jefe de la tropa era retebuena gente y los dejaba libres, no sin
antes destrozar sus plantaciones que producían flores de diferentes colores.
Este vegetal es nativo de Asia y hace no muchos años había llegado a la Sierra Madre
del Sur.
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