Recuerdos de
mi infancia.
Esteban
Hernández Ortiz
En Septiembre de 1980 comenzó sus labores el primer jardín de
niños en mi pueblo natal (el kínder General Ignacio Zaragoza). Entonces yo ya
andaba por cumplir los seis años de edad, pues nací en noviembre de 1974 y
entré a la primaria sin haber cursado el nivel preescolar.
Ahora no recuerdo bien si ese año inició también la Escuela
Primaria General Francisco Villa, pero ya desde varios lustros antes habían
llegado para quedarse a vivir ahí por muchos años el profesor Salvador Morlet
Mejía y su esposa Isabel Andrew León, cuya sangre familiar estaba en Olinalá
Guerrero. El matrimonio Morlet-Andrew
había dado solidez a la primera Escuela Primaria, llamada Cuauhtémoc, pues el
profesor Morlet admiraba mucho al último emperador azteca y ya había fundado en
Tlacotepec, Guerrero (o en algún pueblo cercano) otra escuela primaria a la que
también le puso el nombre de Cuauhtémoc. Aunque ya habían llegado algunos
profesores al pueblo, ninguno le “había hecho frente” a la escuela y el
alumnado quedaba sin clases en cualquier mes del año escolar. Hubo diversos
factores por los que la escuela primaria no se establecía bien.
Bien, retomo mis vivencias propias. Ya la “Cuauhtémoc” tenía
buena cantidad de alumnos y se justificaba una nueva escuela primaria, que
aunque ocupara el mismo edificio, trabajara por el turno vespertino. Entonces
la segunda primaria en El Paraíso fue la “General Francisco Villa”, y ahí
ingresé yo a estudiar. Ya desde luego el “Director encargado” fue mi profesor
Adán Catalán Altamirano, otro educador con relaciones familiares en Tlacotepec,
quien había llegado a El Paraíso.
Recuerdo que frente a
la casa de mis padres yo siempre miraba pasar a la hora de la entrada a
alumnos y alumnas, ellos siempre con mochila a la espalda y las alumnas con sus
libros y útiles en sus bolsos. Muchos y muchas apenas si podían usar una bolsa
de nailo y dentro llevaban sus materiales, ni siquiera había dinero para
comprar una mochila y ni quien pensara en un portafolio. A esa clase de alumnos
pertenecí yo.
En una de esas pasó en friega Modesto Rayo Trujillo. Yo, que
aún no tenía la edad para ir a la primaria me fui caminando tras de él y me
metí entre los niños y las niñas, pero ya en el patio nomás no sabía para donde
darle. Claro que respetuosamente me retiraron de la escuela, pero ya que tuve
la edad pues sí logré quedarme, acumulando varios reportes y algunas buenas
acciones.
Hice algunas travesuras aún antes de entrar a primer año,
pues un día conseguí un pedazo de fierro que se parecía a un pedazo de riel y
lo colgué en una rama del ciruelo que tenían nuestro vecino Mateo Jiménez
Altamirano y su esposa Cira, luego comencé a pegarle con una varilla y se
ocasionaban unos ruidos muy parecidos a los que hacía una pequeña campana que
sonaba en la primaria, marcando la hora de la entrada. Bien recuerdo como
algunas alumnas y algunos alumnos pasaron “hechos la mocha” para llegar a
tiempo a la escuela, pero para su sorpresa aún no era hora de entrar. ¡¡Qué
bonitos recuerdos!!
La hazaña que si no fue nada bonita fue cuando, jugando a las
“escondidas”, un día varios niños fuimos a dar con un ataúd que se había
comprado don Eliseo Araujo. Todos nos asustamos cuando vimos la caja, pero en
medio de aquel miedo nos causó curiosidad que no había ningún velorio. La
realidad fue que don “Cheo” como le decía la gente, se había comprado un
féretro para cuando Dios lo mandara traer, pues él deseaba no dejar muchos
gastos a su familia. Así fui entendiendo después, pero mientras, don “Cheo” sí que
nos metió en severos aprietos. Recuerdo cuando él pasaba de “mañanita” por la
calle con sus calcetines y huaraches, así como su abrigo, un suéter de color
cafecito. Ya para entonces tenía sus manos “pecositas”, pues hoy sé que los
años no pasan en balde.
Otro día, fui con mi papá a casa de mis abuelos maternos,
quienes vivían en El Puente del Rey. Entonces mi papá me preguntó que si quería
quedarme ese día y que al día siguiente mi abuelo iría a El Paraíso y que con
él yo regresaría a El Paraíso, pues mi abuelo tenía un Jeep. Me la di de
valiente y dije que sí, pero ya cuando había pasado un rato a que mi papá se
regresó a nuestro pueblo, me arrepentí y sin decir nada me salí rápidamente y
me regresé yo solo caminando. Por ese tiempo funcionaban las casetas
telefónicas que a raíz de la guerrilla dirigida por el profesor Lucio Cabañas
Barrientos, el gobierno había llevado a varias comunidades por medio de cables
que pendían de unos postes tubulares colocados a la orilla de las carreteras.
Mis abuelos hablaron de El Puente del Rey a la caseta de El Paraíso, que para
entonces estaba en casa de doña Justina, la mamá del finado Mario Hernández,
frente a la casa de don Dustano Ocampo. Mis padres fueron a contestar la llamada y
dijeron que sí, que ya había llegado el chamaco.
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